Querido magister:
Aquí me veo, delante del teclado, de este mismo teclado que
te dedicó aquellas humildes palabras en un discurso y hoy que sirve para
decirte adiós. Siento ser egoísta, pero te has ido cuando más te necesitaba,
cuando más necesito de esas “charlotadas” y de ese saludo matutino, de una
charla en ese despacho donde tantos polvorones, bromas, humanismo y versos de
Horacio hemos compartido.
Hace tres días me dijiste que los alumnos no éramos
conscientes de lo importante que somos para los profesores, de las cosas que os
aportamos y de lo dichosos que os hacemos cuando nos veis aprender y crecer
intelectual y personalmente. Pero la verdad es bien distinta: no sabes la
suerte que he tenido de tenerte a ti como profesor. Porque, aunque tú no lo
sepas, gracias a ti recuperé la ilusión por esos senderos grecolatinos que se
me estaban haciendo demasiado cuesta arriba, al hacerme recordar que la
Filología Clásica era (y es) mi vocación.
Sólo espero que, allá donde estés, algún día estés orgulloso
de esta alumna y del camino que he elegido. Y ojalá que, cuando yo sea grande, llegue a significar para mis futuros
alumnos la mitad de lo que tú has significado para mí, que pueda entusiasmarlos
del mismo modo que tú lo hiciste conmigo.
Vale, carissime
Ludouice.