Érase una vez una niña que guardaba cada uno de sus sueños
en un pequeño tarro que antaño guardaba mermelada de fresa. Hay personas que
guardan monedas en un cerdito para ahorrar algo para cumplir sus deseos, pero
ella prefería guardar directamente los sueños, porque los sueños no son
cuestión de dinero, sino de corazón y fe.
Un viaje a París para enamorarse; un paseo entre las ruinas
de una Roma eterna, que parece inamovible al paso del tiempo; una moto con la
que recorrer Italia y perderse entre historia, arte y amores de películas; una
cámara para fotografiar el Partenón y una foto que le permita no olvidar jamás
que estuvo en el mismo lugar donde nació toda la cultura occidental; una bola
del mundo mágica para poder viajar rápidamente a cualquier parte del mundo:
desde México a Madrid, de Oxford a New York, de Granada a Berlín; un alma de
poeta, para perderse entre papeles y plumas, entre versos y realidad; una tesis
y una cátedra; una biblioteca donde siempre hubiera espacios para más libros;
un “te quiero” inesperado; un billete a la Luna; una estrella con su nombre, a
la que viajar cuando las cosas se pusieran feas, un refugio seguro; una vida
eterna para hacer todo aquello que quería; ¡incluso llegó a desear un corazón
nuevo cuando los juegos de adolescencia hicieron más daño del esperado!
Y durante años fue colocando con sumo cuidado cada uno de
ellos en aquel pequeño tarro, cada vez más lleno de ilusión, pero más vacío de
espacio. Así que, para poder seguir soñando, decidió cambiar el tarro por uno
más grande. No pensó nunca que sus sueños pudieran llegar a pesar tanto y con
su descuido lo único que consiguió es dar con ellos en el suelo, esparcidos por
toda la cocina, y muchos rotos en miles de pequeños pedazos. Y al ver cómo
todos sus sueños se habían ido al traste, no pudo hacer otra cosa que llorar.
Lloró y lloró desconsoladamente durante horas.
Hasta que al fin comprendió que los sueños rotos, como
cualquier taza que se rompe, también se pueden pegar. Un sueño roto bien pegado
puede volverse aún más bello de lo que era. Y con paciencia y mucha ilusión
(porque no hay mejor pegamento que ese) consiguió recuperar su tarro y cada uno
de sus sueños. Y siguió soñando porque, al fin y al cabo, soñar no cuesta nada
y los sueños siempre pueden hacerse realidad.